jueves, noviembre 01, 2007

Jumping

Siempre quise hacer bungee jumping, se me dio la oportunidad en Costa Rica, pero nadie me apoyó y era muy caro. Así que, cuando llegué a Montezuma y nos hicimos amigas de unos ticos (costarricenses que comparten aptitudes y habilidades con los micos), que prometieron llevarnos a los lugares más inexplorados, no dudé en seguirlos. Luego de atravesar selvas y colgarnos de lianas (tarzanas de ciudad apasionadas) arribamos a una pequeña laguna que terminaba en una altísima cascada de rocas resbalosas, absolutamente tentadoras. Estuvimos largo rato pensando, acercándonos al borde y echándonos para atrás. La verdad que daba mucho miedo y, pese a mi ancestral línea directa medio suicida (mi papá, en sus tiempos mozos, había sido paracaidista), dudaba. Eran casi veinte metros de caída libre y lo peor era que había que preocuparse por saltar bien lejos de las resbaladizas rocas, es decir a lo ancho del vacío (nunca me llevé bien con esas funciones raras de las calculadoras: seno, coseno, tangente). ―En esos momentos, pensaba más en la anécdota de mi mamá sobre el chico que cayó en el pequeño barranco pegado a Playa de los Ingleses (como solían llamarla), que en la velocidad a la que podía caer, y por ende, golpear el agua desde veinte larguísimos metros―.
Luego de mi condición baladí ("si uno de ustedes se tira, y vive, yo me tiro"), saltamos sucesivamente el tico, una amiga que casi se rompe el cuello y yo. La caída fue eterna. Recuerdo que los primeros segundos apenas alcanzaba a pensar en lo lejos que finalmente había podido saltar sin tomar envión (a lo ancho, aclaro de nuevo). Cuando la caída fue perpendicular al piso, se me hizo imposible contraer el cuerpo, prepararlo para el impacto. Y así caí, como me enseñó mi papá, con las piernas a noventa grados y la cabeza pegada al pecho: así caí, como un buen paracaidistas, pero en el agua. El impacto me dejó atontada. La sumersión fue eterna. Recuerdo que miraba hacia la superficie y sólo veía alejarse el sol. Traté de bracear, porque no sentía las piernas. Y cavé con mis manos el agua. Hacia arriba. Para salir. Respiré y grité que no podía moverme (flotar sin patalear era una novedad). Alguien se acercó y mi amiga me palpó las piernas. Un dolor sordo (sórdido), constante, posesivo me llenaba; aún había más: y lloraba, y reía, y gritaba. Ramitas de las profundidades me habían rasguñado un poco la piel, pero lo peor fueron las piernas: parecía violada. Un enorme y negro moretón me invadía la parte trasera de los muslos. Traté de erguirme fuera del agua, me temblaban todos los huesos. El pensamiento se detuvo un instante: y lloré, y reí, y grité. "¡Estoy viva!"
(Todavía me esperaba la subida.)

6 comentarios:

José Ianniello dijo...

eso dije esta mañana

estoy vivo!

aqui y ahora


te escribo desde lejos ya. vi amanecer montado en este corcel implacable de la noche.
corre con desmesura, parece que supiera adonde quiero llegar.

llevo tu poema y tu palabra en el alma.


siempre estaré

Anónimo dijo...

Por fin una chatwin femenina

toto scurraby dijo...

buenisimo

toto scurraby dijo...

se te extra�a

laural - laura anabel lópez dijo...

hola virginia !!!
la caja de pandora
se me hace pariente de los alquimistas, de la profundidad

qué experiencia la del salto !!!
luego leo el blog de poesía tb

besos

Anónimo dijo...

"Yo respiré en Buenos Aires"
Pocos sabemos que mi cuento ajeno a extensiones y carente de poesía es igual al tuyo.

Te firmo en este capítulo para acordarme desde donde releer lo próximo que escribas.
Muy buen blog!

Salu2